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LO QUE HAY DETRÁS DE LA BODA REAL

El 29 de abril se casaron el Príncipe Guillermo y Kate Middleton. Fue una boda tan anunciada y vista por millones de personas. Vimos también el despliegue de miles de empleados que trabajaron arduamente para que todo saliera perfecto, desde la seguridad, escolta, decoración, comida, bebida y cuanto detalle nos podamos imaginar.

A estas alturas me parece increíble que se gaste millones de dólares en una boda que por más títulos que tengan los novios, son dos personas que se aman y quieren estar juntas. Sin embargo, las tradiciones y el protocolo son cosas que para cualquier mortal pasarían por alto, pero no para ellos. El protocolo forma parte de sus estilos de vida y desde muy pequeños les enseñan normas de comportamiento que son de obligatorio cumplimiento.

Como Kate Middleton no nació en cuna de oro ni pertenecía a la realeza, tuvo que llevar clases de estricto protocolo, dicción, estilo, aires de misterio y distancia. Para la realeza no es muy elegante saludar a las personas con un beso en la mejilla.

En lo que se refiere a los invitados, se le permitió a la novia invitar aquellas personas que eran de su entorno o más queridas. Por eso Kate pidió que invitaran al cartero, al carnicero y al dueño del pub del barrio donde ella pasó su adolescencia.

Si usted hubiera sido invitado a la boda real, lo primero que pensaría es con que ropa voy a ir. Pues no se preocupe porque usted no podrá decidir libremente lo que llevará puesto ese día. Hay algunas restricciones como por ejemplo en el caso de las mujeres no podrán llevar un traje de color blanco para no competir con el color del vestido de la novia.

Deberá evitar los escotes exagerados y el largo de la falda es hasta las rodillas. Debe evitar usar telas estampadas o floreadas de colores intensos. Se debe llevar en la cabeza mantillas discretas o sombreros de alas cortas, ya que al sentarse a la mesa (el protocolo indica que no se debe lo debe quitar) y si tiene muy grande las alas, incomodará a los comensales que se sienten a su lado.

¿Y qué cartera llevaremos? No se preocupe, sólo se someterá a lo indicado por el protocolo. Las carteras deben ser pequeñas, de colores discretos y hacer juego con sus zapatos. Al sentarse, nunca ponerla encima de la mesa, es de muy mala educación. Se deberá poner a un lado de la silla.

Los hombres tampoco están libres del bendito protocolo, quienes deberán vestirse con un traje de chaqueta, corbata gris de seda, camisa blanca y sin excepción, todos deben portar sombrero de copa. Los zapatos y las medias deben ser de color negro. Los zapatos deben ser con pasadores. No hay que olvidarse de apagar el celular o ponerlo en vibrador. Es de muy mal gusto que en plena boda suene el celular de cualquier invitado. Tampoco podrán llevar cámaras fotográficas, está prohibido que los invitados tomen fotos.

Si usted no estuvo dentro de los 1,900 invitados, alégrese y viva feliz, vístase como quiera, salude como desee, con besos en la mejilla, abrazos o estrechando la mano. Coma sin tantos cubiertos ni copas en la mesa, con uno es más que suficiente. Si le gusta la comida pida repetición, especialmente si es una pachamanca o picante de cuy. Coma con la mano, chúpese los dedos. Hable alto, ría fuerte, cuente chistes y de gracias de no haber sido invitado a la boda real.

MADRE ¿HAY SOLO UNA?


Siempre nos han dicho que madre sólo hay una, pero ¿será cierto esto?

Si lo vemos desde el lado biológico es imposible que dos madres a la vez puedan concebir y dar a luz a un mismo hijo, pero si es posible que un niño o niña pueda tener varias madres.

Veamos por ejemplo el caso de las abuelas. Las abuelas generalmente son muy “engreidoras” y de invalorable ayuda para la mamá que no está en casa. Ellas crían a los nietos mientras sus madres se van a trabajar. Las abuelas son mujeres sabias, con esa sabiduría que les da el paso del tiempo; son experimentadas, todo lo saben desde secretos de cocina, mates o yerbas para ciertos males, hasta consejos y recomendaciones útiles.

También es madre aquella mujer que puede ser la hermana de la madre, la tía o la prima, quien cuida al niño durante toda la vida por ausencia de la madre, ya sea por fallecimiento o porque la madre inició un nuevo compromiso sin la presencia del niño o porque simplemente lo abandonó.

Los medios de comunicación nos muestran a niños abandonados en una canasta, bolsa o caja de cartón. Madres que los concibieron probablemente con amor, pero al sentirse abandonadas por la pareja, se sienten desalentadas, desorientadas y temieron no poder mantenerlos, por lo que tomaron la decisión de dejarlos abandonados en algunos lugares claves donde saben que habrá una persona caritativa que los acogerá o llevará a alguna casa albergue con la esperanza que tengan un nuevo hogar donde puedan darle las cosas materiales que ellas no pueden.

Otros casos son el de mujeres que ya tienen varios hijos, de varias relaciones con hombres distintos, buscando al amor de su vida; sin embargo, cuando estos supieron que estaban embarazadas fugaron como “alma que lleva al diablo”. Mujeres que no se valoran, mujeres pobres que sienten que ese hijo que esperan lejos de ser una alegría, es una nueva carga. A final deciden abandonarlos o regalarlos.

También conozco más de un caso, de parejas que no han podido tener hijos propios; sin embargo, su amor de padres o de madres era tan grande, que recurrieron a adoptar niños. Niños que no son de su sangre, pero que los aman como si fueran propios. Cuando converso con ellos me dicen que han sido bendecidos por Dios, al poder criar y amar a esos niños.

Son madres también aquellas abuelas, tías, primas, vecinas o cualquier mujer que desarrolle un profundo amor hacia los niños, los cuide y se desvivan por ellos, pasen malas noches cuando ellos se enferman, los acompañen al colegio y les ayuden a hacer las tareas. Aquellas mujeres que los engríen y ríen con sus alegrías y triunfos, pero que se entristecen y sienten que su corazón se encoge cuando ellos pasan por un momento doloroso o tienen alguna frustración.

Como vemos madre no hay sólo una. Madres no sólo son las que traen los hijos al mundo, sino aquellas mujeres que sin haberlos engendrado, la vida los puso en sus caminos, para alegría de ellas y de esos pequeños que todos los días les dicen “mamá”.

¿DE PROFESIÓN?...MAMÁ


Parece increíble que no haya ninguna universidad en el mundo que nos enseñe a ser mamá. Sin embargo, las mujeres después de nueve meses de embarazo nos graduamos de mamá. Un título que ninguna autoridad nos lo ha dado y que lo llevaremos con orgullo durante toda nuestra vida. Una profesión en la que trabajaremos todo el día y por la que no recibiremos un sueldo, ni bonificaciones; una profesión en la que nunca tendremos vacaciones, sin embargo seremos muy felices por ejercerla y no la cambiaríamos por ninguna otra profesión.

Aprendemos a ser mamás con el tiempo, en el día a día, cometiendo errores o teniendo pequeños logros, siguiendo los consejos de nuestras amigas-madres que se nos adelantaron o el de nuestras propias mamás o familiares. Aprendemos a ser mamás de tanto cambiar pañales, limpiar potitos, orejas, sonar narices, dar de lactar o preparar los biberones a la media noche o en la madrugada.

Cuando nuestros hijos enferman nos olvidamos de dormir, pasamos la noche en vela, tocándoles la carita para comprobar que no les haya subido la temperatura. Hacemos de enfermeras aunque nunca hayamos estudiado primeros auxilios, y por más sueño que tengamos y queramos dormir plácidamente, una fuerza divina llamada amor nos impulsa a mantenernos en pie, aunque a la mañana siguiente tengamos que salir presurosas a trabajar y mostrarnos amables, sonrientes y eficientes, como si nada hubiera pasado la noche anterior.

Con el tiempo nuestros hijos van creciendo, van cambiando y nosotras también. No dejamos de ser madres, pero si vamos modificando nuestros estilos de vida, nos vamos acomodando a las necesidades y gustos de nuestros hijos, de acuerdo a la edad que ellos van teniendo.

Al principio de niños, dependen exclusivamente de nosotras: para alimentarse, para aprender a caminar, ir al baño y sentarse, primero en la bacinica y luego en el inodoro. Les enseñamos a ponerse los zapatos, que no confundan el pie derecho con el izquierdo, a amarrarse los pasadores, abotonarse la camisa, a peinarse. Después les enseñamos a dibujar y pintar, aunque se ensucien la ropa, manchen la mesa y paredes; y sin ser profesoras, les enseñamos también a leer y escribir las primeras letras.

Conforme ellos van creciendo, se van haciendo más independientes. Ya pueden hacer las cosas solos. Son etapas en las que debemos aconsejarles pero no tomar decisiones por ellos. Son momentos de escucharlos y de apoyarlos, de darles confianza y de aceptarles un “no quiero” o “no me gusta”, porque con ello también los estaremos preparando para soportar la presión del grupo cuando le obliguen a hacer algo que él no quiera o no esté de acuerdo.

Volverán nuevamente a acercarse a nosotras cuando tengan sus primeros enamoramientos y confiaran sus sentimientos en la medida que nosotras nos hayamos ganado su confianza, escuchándolos y aconsejándolos, lejos de la censura y represión. Asimismo nos contaran con lágrimas en los ojos, sus primeras decepciones amorosas y tendremos que apretar los dientes, seguir sonriendo y acariciarlos, aunque por dentro nos duela el corazón y quisiéramos mil veces haber podido evitarles ese sufrimiento. Pero también sabemos que esa es una forma de aprender que en la vida no todo sucede como lo deseamos.

Con el tiempo aprendemos también a ser tolerantes cuando en la adolescencia nos digan unas “palabrotas”, o nos tiren la puerta en la nariz por algún “berrinche” producto de sus neuronas alborotadas y sienten que nos detestan sólo porque les recordamos alguna tarea incumplida o no quisimos que se ponga “piercing” o se hagan un tatuaje en alguna parte de su cuerpo.

Aprendemos también a ser “chefs” profesionales, aunque nunca hayamos seguido un curso de cocina. Con cuanto amor preparamos los pedidos especiales que nos hacen. Somos expertas haciendo arroz chaufa, papa rellena, salchipapas o cuanto plato nos soliciten que les preparemos. Por lo menos ahora podemos recurrir a nuestra incondicional aliada que es el internet, y bajar esa receta que nos han pedido para luego presentarles el plato recién preparado como si fuéramos expertas en la materia.

Esta profesión de mamá es a dedicación exclusiva, las 24 horas del día y durante todos los años de nuestra vida. Es una profesión que nos enseña a ser sensibles, a amar profundamente y también saber perdonar, a sacrificar nuestros tiempos y muchas veces nuestro crecimiento personal y profesional, pero que todo lo compensa cuando nuestros hijos nos dan el “abrazo del oso” y nos dicen “te quiero mamá”.



A BAJAR DE PESO


Hace unos días buscando un libro para leer, me encontré con uno que me llamó la atención “Las francesas no engordan” de Mireille Guiliano. La verdad es que nunca me interesó leer un libro sobre cómo adelgazar, o un libro de dietas que para ser sincera hay miles en el mercado, cada una se dice ser más eficaz que la otra. Sin embargo, terminé comprando el libro quizás con mi oculta intención de regalárselo a una amiga que le guste el tema.

Me interesó el libro porque quien lo escribía no era una experimentada nutricionista, tampoco era una eficiente entrenadora personal, era simplemente una mujer francesa que se había mantenido delgada hasta el momento que tuvo que vivir en Estados Unidos y allí, comiendo las mismas cosas que había comido en su país natal, subió diez kilos de más.

Esto la llevó a analizar y a investigar el porqué había ganado tanto peso. Nosotros como los norteamericanos comemos mucha comida chatarra, fritura, harinas, salsas a base de aceites. Los franceses en cambio, comen más verduras, mucha fruta y comida hecha en casa.

Una costumbre similar a los norteamericanos, es la de comer sentados frente al televisor, y esto no nos ayuda a medir la cantidad que comemos. Nosotros comemos para llenarnos y paramos de comer cuando nuestro cerebro nos avisa que estamos satisfechos y que ya no podemos seguir comiendo más.

Muchas personas comemos muy rápido, no degustamos la comida, tenemos ansias por terminar lo más pronto posible y no le damos tiempo a nuestro cerebro de darse cuenta de la cantidad de comida que estamos ingiriendo y es por eso que podemos seguir comiendo más y más.

En cambio para los franceses el momento de comer es especial, lo hacen lentamente, se toman su tiempo, no se apresuran. Para ellos, sentarse a la mesa no es sólo para comer sino es un tiempo de conversar, de compartir, de socializar. Ellos antes que comer un solo plato abundante, prefieren un poquito de diversos platos. Por ejemplo, cuando nosotros comemos un plato de pachamanca y nos gusta, repetimos más pachamanca; sin embargo, para ellos la variedad es la mejor opción, es decir, degustan un poco de cada cosa y no una gran porción de una sola cosa.

Los franceses también comen pensando en lo que les va a caer bien, los alimentos saludables, lo que les va a dar energía o mejorar su salud. En cambio nosotros siempre estamos pensamos en qué tipo de comida nos hace daño, que nos va a caer mal. Como ven todo está en la mente y la vida nos devuelve con los lentes que la miramos.

Y por último a los franceses les gusta caminar. Caminan mucho y si no, lo hacen en bicicleta, no sólo por lo del medio ambiente sino también por salud, mientras nosotros caminamos menos pero gastamos más dinero asistiendo a un gimnasio sin lograr bajar esos kilitos de más.

En resumen si queremos comer bien y no engordar, seleccionemos nuestros alimentos, nada de comida chatarra, si muchas frutas y verduras, caminemos más y miremos la vida en forma positiva. Si con esto no bajamos de peso, por lo menos nos sentiremos más felices.