Parece increíble que no haya ninguna universidad en el mundo que nos enseñe a ser mamá. Sin embargo, las mujeres después de nueve meses de embarazo nos graduamos de mamá. Un título que ninguna autoridad nos lo ha dado y que lo llevaremos con orgullo durante toda nuestra vida. Una profesión en la que trabajaremos todo el día y por la que no recibiremos un sueldo, ni bonificaciones; una profesión en la que nunca tendremos vacaciones, sin embargo seremos muy felices por ejercerla y no la cambiaríamos por ninguna otra profesión.
Aprendemos a ser mamás con el tiempo, en el día a día, cometiendo errores o teniendo pequeños logros, siguiendo los consejos de nuestras amigas-madres que se nos adelantaron o el de nuestras propias mamás o familiares. Aprendemos a ser mamás de tanto cambiar pañales, limpiar potitos, orejas, sonar narices, dar de lactar o preparar los biberones a la media noche o en la madrugada.
Cuando nuestros hijos enferman nos olvidamos de dormir, pasamos la noche en vela, tocándoles la carita para comprobar que no les haya subido la temperatura. Hacemos de enfermeras aunque nunca hayamos estudiado primeros auxilios, y por más sueño que tengamos y queramos dormir plácidamente, una fuerza divina llamada amor nos impulsa a mantenernos en pie, aunque a la mañana siguiente tengamos que salir presurosas a trabajar y mostrarnos amables, sonrientes y eficientes, como si nada hubiera pasado la noche anterior.
Con el tiempo nuestros hijos van creciendo, van cambiando y nosotras también. No dejamos de ser madres, pero si vamos modificando nuestros estilos de vida, nos vamos acomodando a las necesidades y gustos de nuestros hijos, de acuerdo a la edad que ellos van teniendo.
Al principio de niños, dependen exclusivamente de nosotras: para alimentarse, para aprender a caminar, ir al baño y sentarse, primero en la bacinica y luego en el inodoro. Les enseñamos a ponerse los zapatos, que no confundan el pie derecho con el izquierdo, a amarrarse los pasadores, abotonarse la camisa, a peinarse. Después les enseñamos a dibujar y pintar, aunque se ensucien la ropa, manchen la mesa y paredes; y sin ser profesoras, les enseñamos también a leer y escribir las primeras letras.
Conforme ellos van creciendo, se van haciendo más independientes. Ya pueden hacer las cosas solos. Son etapas en las que debemos aconsejarles pero no tomar decisiones por ellos. Son momentos de escucharlos y de apoyarlos, de darles confianza y de aceptarles un “no quiero” o “no me gusta”, porque con ello también los estaremos preparando para soportar la presión del grupo cuando le obliguen a hacer algo que él no quiera o no esté de acuerdo.
Volverán nuevamente a acercarse a nosotras cuando tengan sus primeros enamoramientos y confiaran sus sentimientos en la medida que nosotras nos hayamos ganado su confianza, escuchándolos y aconsejándolos, lejos de la censura y represión. Asimismo nos contaran con lágrimas en los ojos, sus primeras decepciones amorosas y tendremos que apretar los dientes, seguir sonriendo y acariciarlos, aunque por dentro nos duela el corazón y quisiéramos mil veces haber podido evitarles ese sufrimiento. Pero también sabemos que esa es una forma de aprender que en la vida no todo sucede como lo deseamos.
Con el tiempo aprendemos también a ser tolerantes cuando en la adolescencia nos digan unas “palabrotas”, o nos tiren la puerta en la nariz por algún “berrinche” producto de sus neuronas alborotadas y sienten que nos detestan sólo porque les recordamos alguna tarea incumplida o no quisimos que se ponga “piercing” o se hagan un tatuaje en alguna parte de su cuerpo.
Aprendemos también a ser “chefs” profesionales, aunque nunca hayamos seguido un curso de cocina. Con cuanto amor preparamos los pedidos especiales que nos hacen. Somos expertas haciendo arroz chaufa, papa rellena, salchipapas o cuanto plato nos soliciten que les preparemos. Por lo menos ahora podemos recurrir a nuestra incondicional aliada que es el internet, y bajar esa receta que nos han pedido para luego presentarles el plato recién preparado como si fuéramos expertas en la materia.
Esta profesión de mamá es a dedicación exclusiva, las 24 horas del día y durante todos los años de nuestra vida. Es una profesión que nos enseña a ser sensibles, a amar profundamente y también saber perdonar, a sacrificar nuestros tiempos y muchas veces nuestro crecimiento personal y profesional, pero que todo lo compensa cuando nuestros hijos nos dan el “abrazo del oso” y nos dicen “te quiero mamá”.
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